Bien decía la tía Lancho mientras desvenaba chiles secos con una mano y le pegaba al nieto con la chancla en la otra:
«Mire, mijo, recuerde que guajolote que se sale del corral… termina en mole.»
Y no porque uno sea alarmista, sino porque hay cosas que por más que se disfracen de oportunidad, terminan siendo puro encaje de funeral.
Ahora resulta que el fútbol —ese deporte que une más que una tamiza en 2 de febrero pero divide más que la política— le ha dado por coquetear con las crecientes casas de apuestas digitales. Según los «entendidos», es una jugada maestra de negocio. Según uno, más bien es como querer maridar pozole con vino tinto: se antoja raro, se ve pretencioso y seguro da agruras.
Y pues así la cosa, pues no es lo mismo buscar patrocinio que venderle el alma a Satanás con código promocional. Estos «genios del marketing deportivo», con más visión que vergüenza, insisten en unir el sano entretenimiento del deporte con el turbio y tentador mundo de las apuestas. Como si Messi se echara unas carreritas con el mismísimo Don Corleone.
Y no me venga con que «es normal en Europa», porque allá también comen sangre coagulada y le dicen desayuno. Aquí la cosa es que mientras el aficionado sueña con goles, el algoritmo ya le está quitando la quincena a nombre de la emoción.
A lo que yo me cuiestiono con insistente insistencia ¿Y el famoso «fair play»? Bien, gracias… secuestrados en algún sótano de Wall Street, junto a los principios del olimpismo y la afición de a de veras.
Pero no me haga mucho caso, que este su humilde servidor nomás aprendió a pensar con telenovelas, refranes y dos carreras trunco-honrosas. Más bien, écheme usted la mano y dígame:
¿Vamos bien con esta mezcla o ya huele a mole quemado?